Escritos

Un tiempo se me dió de ser escritor.

Pero mis historias no son tan interesantes, o bueno eso es lo que pienso. Y para que sepa tu opinión, necesito que leas algunas cosas que he escrito. He escrito relatos cortos, y de lo que más me gusta escribir es de terror, pero algunas ideas ocurren y son relatos de cosas tristes o un poco sentimentales, algo que me caracteriza.

Pero bueno, solo quiero que sepas que todas mis cartas son enviadas a una persona en especial, no la conoces ni la conocerás, porque me guardo un gran respeto hacia esa persona.

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La Promesa Rota

No temo a la muerte – dijo Maria moribunda. – Sólo tengo una preocupación en este momento: Me gustaría saber quién va a ocupar mi lugar en esta casa.

Mi querida – contestó Alfredo afligido – nadie va a tomar tu lugar en mi casa. Nunca, nunca me casaré. Al decir esto, lo decía con el corazón, porque realmente amaba a la mujer que estaba a punto de perder.

- ¿Lo prometes? – Preguntó ella, con una sonrisa apagada.

– No lo prometo, lo juro -respondió él, acariciándole el pálido y consumido rostro.

- Entonces, amado mío, – continuó ella – sepúltame cerca de aquellos ciruelos que plantamos en un rincón del jardín. Hacía mucho que quería pedirte esto, pero pensé que si te volvías a casar, no te gustaría tener mi tumba tan cerca. Ahora que me has prometido que ninguna mujer ocupará mi lugar, ya no es necesario que yo vacile en formularte mi deseo… ¡Tengo la voluntad de ser enterrada en mi jardín! Me imagino que allí escucharé tu voz y podré ver las flores en primavera.

- Será como deseas, – dijo el esposo -, pero no hables de eso ahora, tu mal no es tan grande como para que perdamos la esperanza.

- He perdido, – dijo ella – moriré mañana… Pero, ¿me sepultaras en el jardín?

- Sí, – dijo él – a la sombra de los árboles de ciruelo que plantamos, tendrás una hermosa tumba.

-¿Me darás una campana?

- ¿Una campana?

- Sí, quiero que, en el ataúd, pongas una campana, como esas que le puso el padre Javier a Doña Teresa. ¿Me lo prometes?

- Tendrás la campana… Y todo lo que desees.

- No deseo más… amado mío, siempre fuiste muy bueno conmigo. Ahora puedo morir feliz.

Cerró los ojos y exhaló con la misma facilidad con la que los niños cansados se duermen. Incluso muerta, continuaba hermosa, y había una sonrisa en su rostro.

La enterraron en el jardín, a la sombra de los árboles que tanto había amado, y colocaron una campana dentro de su ataúd. Sobre la tumba se erigió un monumento hermoso, adornado con el escudo de la familia, y con el siguiente mensaje:

"Gran Hermana Mayor, Sombra Luminosa de la Casa de la Flor de Ciruelo, habitas en la casa del Gran Mar de la Compasión".

Antes de que pasara un año desde la muerte de su esposa, familiares y amigos del hombre viudo comenzaron a insistirlo para que contrajera de nuevo matrimonio.

- Todavía eres joven – le decían – eres un hijo único y no tienes descendientes. Si mueres sin hijos, ¿Quién hará las ofrendas? ¿Quién se acordará de los antepasados?

Con muchos argumentos de esa índole, lo convencieron finalmente de casarse de nuevo. La nueva esposa sólo tenía diecisiete años, y Alfredo la amaba eternamente, a pesar de la protesta silenciosa de la tumba en el jardín.

En los primeros seis días que siguieron a la boda, nada empañó la felicidad de la joven esposa. En el séptimo, a Alfredo se le ordenó cumplir ciertas tareas que requerían de su presencia durante la noche en el castillo.

La primera noche se vio obligado a dejar a su esposa sola, ella se sintió asustada, incapaz de explicar por qué. Se acostó, pero no podía dormir. Había una extraña pesadez en el ambiente, un peso indefinible en la atmósfera, como el que precede a una tormenta. Hacia la madugada, entre las dos y las cuatro de la mañana, en el silencio nocturno, escuchó una campana… una campana de peregrino budista, y se preguntó quién sería el peregrino que atravesaba por las propiedades del samurái a esa hora.

Después de una pausa, la campana volvió a sonar, mucho más cerca; pero, ¿por qué se aproximaba por el fondo, donde no había camino alguno? De repente, los perros empezaron a aullar y ladrar de un modo extraño y horrible, y un temor, como el que se experimenta en ciertas pesadillas, se apoderó de la joven… Era indudable que la campana sonaba en el jardín… Ella intentó levantarse para llamar a un sirviente, pero se dio cuenta de que no podía moverse ni hablar… Y el sonido de la campana se oía cada vez más cerca, más cerca…

Y mientras ladraban los perros… De repente, con la rapidez con la que se desliza una sombra, una mujer entró en la habitación – a pesar de que todas las puertas estaban cerradas y las cortinas abajo- una mujer envuelta en un sudario, portando una campana de peregrino.

No tenía ojos… Porque, desde hacía mucho, estaba muerta, su pelo suelto caía en cascada sobre su cara y ella miraba sin ojos a través de la maraña de pelo y hablaba sin lengua:

- En esta casa, no; en esta casa no puedes quedarte. Aquí sigo siendo la dueña. ¡Fuera! A nadie le dirás el motivo de tu partida. Si le dices a él, te haré pedazos.

Diciendo esto, el fantasma desapareció. La joven esposa se desmayó por el terror y, hasta el amanecer, permaneció inconsciente.

A la alegre luz del día, dudaba de la realidad de lo que había visto y escuchado. Pero recordar aquella advertencia pesó tanto en su corazón que no se atrevió a hablar con su marido, ni con ninguna persona sobre la visión de la noche, estaba a punto de convencerse de que había sido víctima de una pesadilla que la ponía enferma. La noche siguiente, sin embargo, sus dudas se disiparon. Una vez más, los perros comenzaron a aullar y gemir, una vez más, el sonido de la campana se acercaba poco a poco desde el jardín, una vez más, la joven trató en vano de levantarse y llamar en busca de ayuda, una vez más la muerta entró en la habitación y dijo con voz sibilante:

- Vete. A nadie le dirás porque debes irte. Sí, si se lo dices a él, incluso en un susurro, te voy a hacer pedazos.

Esta vez la aparición se acercó a la cama y se inclinó sobre la mujer, gruñendo y haciendo muecas…

A la mañana siguiente, cuando Alfredo regresó a la casa, su joven esposa se postró delante de él, suplicando:

- Te lo ruego – dijo – que perdones mi ingratitud y mi gran descortesía al hablar de este modo, pero quiero ir a casa, quiero ir de inmediato.

- ¿No eres feliz aquí? – Preguntó sinceramente sorprendido. – ¿Alguien se atrevió a ser poco amable contigo durante mi ausencia?

- No es eso – dijo sollozando. – Todos han sido buenos conmigo… Pero no puedo seguir siendo tu esposa. Tengo que irme.

- Querida – dijo – es tremendamente doloroso saber que has encontrado en esta casa una razón para ser infeliz. Pero no puedo imaginar por qué quieres irte… a menos que alguien haya sido muy cruel contigo… Naturalmente, ¿no quieres decir que deseas el divorcio?

Ella respondió temerosa, llorando:

- Si no me concedes el divorcio, moriré.

Alfredo permaneció un instante en silencio, tratando en vano de adivinar la razón de aquella declaración asombrosa. Por último, y sin revelar ninguna emoción, dijo:

- Devolverte a casa, sin que hayas cometido falta alguna, sería un acto vergonzoso. Si me revelas la razón de tu deseo – cualquier motivo que me permita explicar las cosas honradamente – te daré el divorcio. Pero si no ofreces motivo, un motivo razonable, no te lo daré, porque el honor de nuestra casa debe permanecer invulnerable a cualquier tipo de censura.

Entonces, ella se sintió obligada a hablar, y le dijo todo, incrementando el auge del terror:

- Ahora que te he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me matara!

Aunque el hombre era valiente y poco propenso a creer en fantasmas, se sintió, en un primer momento, considerablemente alarmado. Pero pronto se le vino a la mente una explicación fácil y natural para el caso.

- Mi querida – le dijo – estás muy nerviosa y creo que alguien ha estado contándote historias absurdas. No puedo conceder el divorcio sólo porque has tenido una pesadilla. Pero lamento mucho que hayas sufrido durante mi ausencia. Esta noche también debo ir al trabajo, pero no te dejaré sola. Enviaré a dos de mis trabajadores a montar guardia en tu habitación, para que puedas dormir en paz. Son hombres buenos, y sabrán cuidar de ti.

Y se lo dijo con tanta confianza, con tanto cariño, que ella casi se sentía avergonzada de sus temores y decidió quedarse en la casa.

Los dos soldados encargados eran hombres fuertes, valientes, simples y experimentados guardianes de mujeres y niños. Le contaron a la joven historias agradables para mantenerla alegre. Ella conversó con ellos durante mucho tiempo, festejándoles las historias libres de malicia, y casi se olvidó de sus temores.

Cuando finalmente se retiró a dormir, ubicados en un rincón de la sala, detrás de un biombo, comenzaron a jugar una partida de ajedrez, hablando en voz baja, para no despertar a la joven, que dormía como un niño.

Sin embargo, una vez más, en la madrugada, se despertó con un gemido de terror… ¡La campana! Estaba cerca y más cerca y más cerca. Se levantó, dio un grito, pero en la habitación no se oía nada… sólo silencio, un silencio que crecía, un silencio que se hinchaba.

Corrió hacia los dos hombres; estaban sentados delante del tablero, inmóviles, mirando hacia arriba con los ojos fijos. Les gritó, los sacudió: estaban congelados…

Al amanecer, en la recámara nupcial, Alfredo vio a la luz difusa de una vela, el cadáver sin cabeza de su joven esposa, que yacía en un charco de sangre. Los dos guerreros aún estaban dormidos, totalmente inconscientes, frente a una partida sin terminar.

Al oír el grito de su amo, despertaron al instante y se quedaron estupefactos ante el horror que yacía a sus pies.

Después, los hombres relataban que habían escuchado el sonido de una campana y el grito de la joven, y cómo había ido hasta ellos a sacudirlos para despertarlos, pero no habían sido capaces de moverse o hablar. A partir de ese momento, dejaron de escuchar y ver: un sueño negro se apoderó de ellos.

La cabeza desaparecida y una espantosa herida mostraban que no había sido cortada, sino arrancada. Un camino de sangre iba desde la recámara a un rincón de la galería exterior, donde las cortinas parecían haber sido rasgadas.

Los tres hombres, Alfredo, Miguel, y el Padre Javier siguieron el rastro, internándose en el jardín, atravesaron un grupo de cipreses y caminos acuosos, rodearon un estanque bordeado de lirios, pasaron bajo un denso follaje de cedros y bambúes. Y de pronto, en un rincón, se encontraron con una figura de pesadilla, que chillaba como un murciélago: la figura de una mujer enterrada hacía mucho, de pie, delante de su tumba, en una mano portaba una campana y en la otra la cabeza ensangrentada.

Por un momento, los tres se quedaron atónitos. Entonces uno de ellos sacó su machete, diciendo una oración, y asentó un golpe a la aparición, que se desintegró instantáneamente desarticulando un montón de trapos de un sudario, cabellos y huesos, al mismo tiempo en que, de estas ruinas, se desprendía la campana, rodando y tintineando.

Pero la descarnada mano izquierda, incluso después de cortada, continuaba retorciéndose, con los dedos asegurando a la cabeza ensangrentada, rasgándola. Ella intentó atacar a Alfredo, mas sin embargo, no logró hacer su cometido. Ya que debajo de esa camisa blanca, manchada por la sangre y el lodo, la Guadalupana estaba cuidandolo, atada a una gran linea de cuentas, que formaban el rosario, pasado de generación en generación.

La proyección fantasmal se alejó, mientras el Padre Javier rezaba un Ave Maria, seguido de un Padre Nuestro, hasta que el fantasma de Maria regresara al mundo de las almas, bloqueando la puerta de este mundo con el espiritual gracias al rosario de Alfredo, el cual fue dejado en la tumba de Maria.

La Hacienda fue abandonada, el terreno fue ampiado, y se convirtió en un fraccionamiento a las entradas de Pachuca, Hidalgo, y la historia de Maria y Alfredo fue olvidada aunque se cuenta que en Octubre o en Noviembre, se llegan a escuchar campanadas al atardecer y en la madrugada.

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